viernes, 19 de octubre de 2007

Ciudad de lágrimas.

Hoy por la tarde esperaba mi turno en una pequeña sala de color blanco fumado, junto con otro individuo, para una entrevista de trabajo. Los dos nos presentábamos para el mismo puesto, así que teóricamente yo era su temible oponente y él, mi terrible rival.
Como al parecer, a nadie se le ha ocurrido todavía la gran idea de poner, en las salas de espera, otro tipo de entretenimiento que no sea revistas del corazón o de ciencia, en contra de mi voluntad, alargué la mano al montón desordenado que yacía encima de la pequeña mesa de un tal Ikea, y cogí una publicación cualquiera para leerla. Obviamente empezando por el final que siempre queda más cool...
Mientras ojeaba aquella famosa revista que todos conocemos (para más señas, está escrita más abajo en “cursiva”), que en la vida reconocerá que para conseguir aquellas imágenes tan impresionante e inéditas que tantos premios les ha proporcionado, captura a los animales y los abandona a su suerte, en territorio hostil, entre una manada de leonas que previamente han enjaulado sin comida durante 5 días, leí un dato que me pareció interesante:

Una sola persona, en toda su vida derrama alrededor de unos 70 litros de lágrimas. Fuente: National Geographic.


En ese momento, mis células nerviosas dejaron de estar tranquilas.
Los oxidados engranajes de mis axones empezaron a ponerse en funcionamiento para abrir las compuertas que permitirían el paso de mis atemorizados y desentrenados impulsos nerviosos hacia una nueva y desconocida neurona vecina.
Mis dendritas, guardia jurados insobornables y responsables del paso de información que reciben de otra neurona, eran más bien centinelas borrachos y adormilados que permitieron el paso de aquel mensaje insospechado.
Después de pocos segundos y muchos minutos, desarrollé mentalmente mi deducción. No quería molestar al respetable, que tan atentamente leía y releía con la mirada, una y otra vez, aquel cartel de “Prohibido fumar” que colgaba de la pared.

Una vez más, mi tan afilada como audaz lógica deductiva hizo alarde de su agudeza:

Si dividimos la cantidad total de lágrimas por la media de la esperanza de vida actual de las personas, resolvemos que cada persona derrama casi un litro de lágrimas al año.

Eso significa que una ciudad como Barcelona con cerca de 1.600.000 habitantes y 100’4 KM 2 de superficie, se derraman unos 112 millones de litros de lágrimas.

Teniendo en cuenta que su composición mayoritaria es agua + pena, me da por pensar dos cosas:

1- Que la estamos cagando en algo.
2- Que abrir una tienda de paraguas podría resultar un negocio rentable.
Cerca de mí.

Ocurrió tarde. Lo sé, porque justo en ese momento, el camión de las 23.30, puntual como cada noche, pasó cerca de mí triturando implacablemente aquellos recuerdos ahora convertidos en simple basura que, durante tantos años, habían formado parte de toda una vida, su vida.
Había cuadros, imitaciones de Van Gogh, Monet, Botticelli y otros pintores ilustres que en vida no fueron considerados más que locos extravagantes, que creían que no siempre la distancia más corta entre dos puntos era una recta y que no siempre el número trece tenía la culpa de todo. Había álbumes de fotografías, no eran las de familiares posando para cumpleaños, bodas o comuniones. Posaban, sí, pero de otro modo. Eran fotografías de chicas desnudas, lo cual no sería motivo de atención de no ser porque eran de dudosa mayoría de edad. Entre ellos, había una manta deshilachada, desgastada y llena de manchas blanquecinas, hechas por poluciones salidas de una mente con carencias afectivas graves, o quizá, simple y llanamente es que estaba como una jodida cabra, no lo sé. Era una de esas mantas de estilo mejicano con colores vivos e indianas simétricas, que cuentan historias sobre la cultura Inca, o al menos eso dicen los comerciantes indios de las tiendas, que por lo que pude leer en la etiqueta, era una de las de la Rambla de Barcelona.

Tal vez tuvo la revelación de que algo le iba a suceder y decidió tirar todos sus secretos, como si quisiese evitar cargar con el peso de su memoria durante el largo viaje que acontecía, como si de este modo redimiese sus pecados, o quizá simplemente lo hizo para no manchar su nombre y sobre todo su oficio, más de lo que ya manchó su manta mejicana.
Aquel enorme cadáver de unos 120 kg y 54 años de edad, desnudo, tumbado en la cama boca abajo y de piel cianótica, probablemente debido a una sobredosis de excitación que le provocó una parada cardiorrespiratoria, o quizá simplemente el mandoble divino decidió, teniendo en cuenta el panorama dantesco que se dio cita en la habitación, llevárselo para rendir cuentas. Sólo dejaba entrever a una niña que luchaba con sus pequeños pies y sus delicadas manos por escapar de esa enorme mezcla de grasa inerte y masa cárnica, todavía sudorosa en la que se encontraba prisionera.
En ese momento, justo cuando las agujas del reloj tocaron la media noche igual que los dedos de ese hombre habían tocado miles de veces la piel de sus feligreses, sin que tuvieran la menor sospecha de que el calor del diablo sellaba día tras día aquellas frentes creyentes con el ambigrama de la cruz, la pequeña de mirada perdida, alma destrozada y niñez rota, logró salir de su celda.
Ahora cada noche, cuando las manecillas del reloj alcanzan el cielo, cerca de mí sólopasa la sombra de aquella niña, iluminada por la luz de la cristalera de la iglesia de donde salió con la mirada perdida, el alma destrozada y la niñez rota.

ELLA.

- ¿Tienes hora?

Me preguntó una voz dulce y de marcado acento extranjero.
Me giré, la vi y no contesté, sabía que si lo hacía ella seguiría su camino y todo acabaría tal y como había empezado, sin el menor aviso.
Un vestido blanco, escotado hasta la cintura, enseñaba el perfil de sus pechos. Seguí bajando la vista y el final de su falda llegó apenas empezada su cintura.
De media altura, pelo azabache y liso que caía por detrás de sus hombros. Piel blanca y tersa, cejas perfectamente alineadas con el perfil de sus pestañas, una pestañas largas y espesas que protegían aquellos hermosos ojos grandes y de color pardo. Sus labios eran carnosos y de un vivo intenso, que invitaban irresistiblemente al beso. Poseía unos simpáticos hoyuelos que definían el principio y el final de su dulce y sensual sonrisa. Su nariz estaba en tan perfecta armonía con el resto de su cara, que el aire peleaba por entrar.
Un golpe de viento se le antojó chocar en ella y su vestido quedó perfilado en su cuerpo definiendo sus esbeltas curvas.
Al preguntar la hora dejó entrever tímidamente, con un suave movimiento de labios, un pequeño y sutil brillo que venía de su lengua, lo disparó mi imaginación de un modo que jamás había conocido.
De repente, sin saber cómo, mi boca se encontró a escasos centímetros de su cuello y mi nariz tocó su piel oliendo aquella inolvidable fragancia que resultaba de la mezcla entre Light Blue de D&G y su propio aroma corporal.
Como con vida propia, mi lengua, recorrió a lo largo de su suave cuello el camino que se abría hacia su boca, buscando sus labios. Aquellos labios que con una tímida sonrisa habían conseguido captar mi más absoluta atención.
Mis labios rozaron los suyos, tanteándolos, pidiéndoles permiso para que mi lengua pudiera tocar la suya. Su boca se abrió levemente, y más que un beso, fue el encuentro, un encuentro que, desde hacía escasamente cinco minutos, se había convertido en el más anhelado de mi vida. Y eso, sólo fue el preámbulo de lo que todavía estaba por suceder.
Volví a su cuello y sin dejar de besarlo, acaricié su nuca dejando resbalar entre mis dedos su larga y suave melena, su piel estremeció y un delicado gemido escapó de su preciosa voz.
Ella abrazó mi espalda, apretó sus dedos arrastrándolos a lo largo de ella, bajó hacia mi cintura y posó una mano en el interior de cada uno de mis bolsillos traseros, clavando sus dedos en mis nalgas y empujándome hacia ella, tocándonos ahora, pecho con pecho y sexo con sexo.

Sentada, sus piernas se habían convertido en un fuerte lazo que rodeaba mi cintura. Ligeramente inclinada, apoyó sus manos por detrás de su espalda lo que provocó que sus pechos se irguieran todavía más, desafiando al cielo.
Pasé mis dedos por su boca, empezó a chuparlos con impaciencia, suspirando y dejando salir un hilo de voz que entraba por mis oídos y aceleraba mis pulsaciones. Mandaba sobre mis latidos. Literalmente me había robado el corazón.
Sus pezones firmes y duros resbalaban de entre mis dedos mojados. Mi dedo índice, rodeaba su pezón haciendo círculos con un movimiento lento y delicado. Mientras mi otra mano bajaba por su cintura adentrándose entre la minifalda y su suave pierna.
La punta de mis dedos índice y anular, seguían el suave y húmedo contorno que sus labios marcaban en su diminuto tanga blanco, cuando sus dientes mordieron el labio inferior de su boca y sus ojos quedaron entre abiertos.
Ahora, todo el ancho de la palma de mi mano cogía su sexo y lo apretaba fuerte sintiendo como sus exuberantes labios se amoldaban bajo su ropa interior. Podía sentir como el calor y la humedad atravesaba la tela y se posaba en mi mano.
Rodeé con mis dedos la goma lateral de su ropa interior. Comprendió mi intención e inclinó levemente la cadera facilitando así la desnudez de su rasurado y lindo sexo.
Cansada de apoyarse, se dejó caer dejando al descubierto su preciosa sonrisa, invitándome a besarla. Con mis manos, junté y levanté sus suaves piernas formando con su cuerpo un ángulo de unos 90º.
Recorrí su sexo con mis dedos de abajo hacia arriba, mientras la miraba directamente a los ojos viendo como disfrutaba.
Besé sus pies, mi lengua y mi boca se deslizaron a través de sus piernas, primero por sus gemelos mordiéndolos suavemente. Después marqué un camino de besos desde la parte posterior de sus rodillas hasta el final de sus muslos, rozando por fin su anhelado sexo. Mi lengua jugaba alrededor de él pero sin adentrarse directamente; cuánto más tardase, más desearía que lo hiciera.
Una de mis manos mantenía sus piernas unidas y elevadas. Incliné un poco mi cabeza y mi lengua fue abriéndose paso lentamente entre sus labios hasta encontrarse con su apetitoso clítoris que asomaba excitado. Bordeando y dibujando con mi saliva el contorno de su sexo, bajé por él y mi lengua por fin entró. En su enésimo gemido decidió abrir sus piernas, las flexionó, sus manos apretaron con fuerza mi cabeza como si quisiera que mi lengua llegase más adentro, y mis labios quedaron bañados por una mezcla de fuego húmedo.

Mis manos cogían sus nalgas y mi lengua seguía jugando por su zona más caliente, cuando ella decidió acariciarse. Mi lengua y sus dedos húmedos se entrelazaron convirtiéndose en un solo instrumento de placer. Más arriba, su otra mano masajeaba sus hermosos pechos, apretando suavemente aquellos desinhibidos pezones.
La acerqué hasta el borde de la mesa, cogí mi sexo y lo acerqué hasta el suyo, jugando con él. El mismo movimiento que había hecho con la lengua, ahora lo estaba haciendo con mi miembro. Ella con sus dedos controlaba el ritmo. Pasándolo por entre sus labios, subiendo y bajando, quedando un poco más mojado en cada pasada.
Por fin nuestros sexos se habían conocido.
Cogí mi miembro y la penetré poco a poco. Entrando un poco más en cada movimiento, sintiendo cada centímetro.
Durante unos segundos, todo quedó en silencio. Sin respirar, sólo se escuchaba el sonido de la piel rozando por primera vez.
Miré sus preciosos labios y de nuevo volví a ver ese brillo en su lengua. En ese momento su boca rompió el silencio estrepitosamente.

-Te he preguntado que si tienes hora, por favor.

De repente, desconcertado, me encontré delante de ella, sin saber que contestar. Ella me miró extrañada mientras pasaba su mano por delante de mis ojos como para hacerme reaccionar.
Con un gesto perdido miré el reloj.

-Las doce y media contesté.

Un gracias salió de su hermosa boca, se giró y siguió su camino.
Antes de que desapareciera entre la gente de la calle, pude acumular en mis pulmones el aire suficiente para preguntar su nombre.
Se dio media vuelta y contestó:
...